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El arte de no hacer nada, crianza en consciencia el primer año de vida

17 de octubre de 2023

El arte de no hacer nada, crianza en consciencia el primer año de vida

No hacer nada es un arte si entendemos que queremos hacerlo todo y hacerlo bien, no hacer nada consiste en observar desde el silencio, sin juicio, desde el corazón abierto en canal para dar…

El arte de no hacer nada, crianza en consciencia el primer año de vida…

Algo que quita el sueño a muchas madres y padres primerizos es querer saber “que hacer y qué no hacer” cuando se va a tener un bebé, qué hacer alrededor de un niño pequeño, es decir; queremos hacer y hacer y hacer y a veces la crianza va en sentido contrario a esta manera de pensar.

La realidad es que la mayoría de los bebés duermen mucho tiempo los primeros meses de vida…, los bebés comienzan a sentarse y a gatear alrededor de los 6-11 meses de vida, luego se convierten en pequeños caminadores y corredores y trepadores (toddlers), que todo lo tocan y todo lo exploran, porque ¡todo es nuevo y maravilloso para él! Desde las hormigas hasta la luna, hay que nombrar, tocar, oler, saborear, lanzar, abrir, romper… todo. Hay que descubrir y apropiarse del mundo. Y durante todo ese primer año de vida los padres queremos hacer, dar y sumar a los bebés: cuidados, actividades, estimulación…

Cuando el bebé es un recién nacido, lo que demanda es el contacto continuo con el cuerpo (el famoso piel a piel con mamá o papá, lo cual no es un momento, sino un lugar: los brazos de sus cuidadores). Las culturas tradicionales lo han solucionado llevando al niño colgado del cuerpo porque, como el resto de primates, somos mamíferos de acarreo. Así el adulto puede hacer otras tareas mientras el niño se mueve, duerme, mama, recibe calorcito, contacto…; en definitiva, se encuentra en el centro de la vida. Este período del porteo o de cargar al bebé es el llamado período de exterogestación que dura un promedio de 9 meses posteriores al nacimiento, pero ese tiempo no está limitado.

A medida que va creciendo el bebé empieza a separarse del cuerpo de la madre, comienza a gatear, a caminar, a correr… Y cada vez va ampliando más el círculo de sus intereses, su curiosidad se exalta junto con su necesidad de juego y exploración. Ahí es cuando la mayoría de los adultos entramos en pánico y empezamos a prohibir como locos: “No toques que se rompe”, “No te subas ahí que te vas a caer”, “No lo uses porque se te va a acabar”… En su lugar, preferimos tener al niño sentado o atrapado en un corralito para sentirnos más seguros nosotros mismos, para poder hacer nuestras tareas con más tranquilidad y para acallar nuestros propios miedos. Los niños entonces y antes son el resultado de nuestras emociones y conflictos.

Déjalo que se mueva en libertad

Cuando decimos “NO” , lo que estamos haciendo es coartar al niño en una edad crítica en la que se forman sus emociones, la confianza en sí mismo o autoestima, sus capacidades para obtener logros y metas, y la visión del mundo como un lugar seguro. Es una etapa donde los deseos de explorar forjan la curiosidad y la inteligencia, además de la alegría y la vitalidad, con la sensación de seguridad que le ofrece la presencia cercana y cariñosa de la madre.

Todas estas “virtudes” que luego intentamos recuperar de adultos, a través de psicoterapias, autoayudas y diversos caminos de crecimiento personal, nos son mutiladas día a día durante la infancia cuando los adultos que nos acompañan constantemente nos atemorizan, nos prohíben, nos obligan a permanecer sentados, nos separan de la realidad, de la intensidad de la vida y nos confinan en espacios específicos supuestamente para el aprendizaje, pero que no dejan de ser un entorno irreal. Los seres humanos nacemos seguros, amorosos, abundantes.

Así, estar presentes, ofreciendo mirada, seguridad y confort a los niños, estando sin prohibir, acompañando sin juzgar, explorando sin prisas, re-descubriendo y re-nombrando el mundo, jugando, dejando pasar el tiempo “sin hacer nada”, dejando que toquen, o jueguen, o se ensucien, o se manchen, muchas veces se nos hace la labor más ardua del mundo.

Permanecer con la niña y el niño, entrar en su mundo, en su dimensión de juego sin fin, sin horarios, sin normas, sin pensar en nada pendiente es inmensamente sanador para el adulto.

A los niños les gustan y les interesan los objetos que más tocamos los adultos porque infieren que algo interesante han de tener. Y es que cuando tenemos niños pequeños hay que decidir qué dejamos a su alcance, sin que eso implique ningún peligro, aunque muchas veces ese supuesto “peligro” no es más que un miedo propio, y solo cuando lo abandonamos podemos ver las cosas de otra manera.

No tenemos que ser expertos en niños, pero si en nuestros propios niños. Se trata de evolucionar nuestra crianza: y por evolucionar se entiende tomar consciencia, conocernos mejor, descubrir por qué actuamos como lo hacemos y, sobre todo, qué miedos nos mueven o nos impiden movernos en cada momento. Cada adulto se relaciona con los niños a partir de sus propios miedos y necesidades inconscientes.

Después, observémonos a nosotros mismos, y podremos ver cómo el cansancio, nuestra ira reprimida o nuestros miedos básicos afloran cuando interactuamos con un bebé que a las 10 de la noche quiere saltar en lugar de dormir plácidamente…

¿Actuamos igual cuando estamos muy cansados que cuando no lo estamos?

¿Por qué gastamos dinero en juguetes caros que el niño apenas mira un minuto y no les hace más caso, y luego no le dejamos jugar con el papel higiénico?

Los niños suelen querer jugar con el papel higiénico, con los champús, con la comida…; en definitiva, con todas las cosas reales que nos rodean. Si lo pensamos bien, igual es más barato comprar menos juguetes y dejarlo que se divierta con el papel. Los niños aman los juguetes que no son juguetes, como las cucharas de la cocina, los trastes, el celular de mamá, las llaves de la casa…

¿De verdad tienen tanto valor esos objetos que no queremos a toda costa que los toquen? Si así es, ¿no sería mucho más sencillo retirarlos del alcance de su vista durante un tiempo?

Y en el parque o en la calle, ¿somos capaces de ponernos a su altura, de atenderlos o de jugar con ellos? ¿O, por el contrario, nos produce desesperación, queremos marcharnos y los dejamos que jueguen solos?

Cuando le damos tanta importancia a la independencia, a la autonomía, al autoconsuelo, ¿lo estamos haciendo realmente “por su bien”? Porque en ese caso es importante saber que los bebés y los niños pequeños irán conquistando ellos solos su propia independencia, pero esto solo pasará si antes se sienten seguros, acompañados, queridos, amados… El amor no es algo que está dentro del corazón y que los bebés pueden sentir mientras nosotros estamos lejos, no mientras que son pequeños. El amor se da presencialmente. Se ofrece en cada gesto, se transmite a través del contacto físico, de la presencia, de la mirada, del compartir y de estar.

El trabajo, las prisas, la productividad, el escaso acompañamiento que nosotros mismos recibimos en la infancia, entre otros factores, nos hace difícil y doloroso el simple hecho de permanecer junto a los niños… Y bajo esas circunstancias hay pocas reglas que valgan, ni teorías educativas, ni corrientes de psicología que puedan hacer mucho por nosotros…, solo el conocernos mejor a nosotros mismos.

Un trabajo muy poco valorado

Muchas mujeres estarán de acuerdo cuando decimos que dedicarse al cuidado exclusivo de los hijos no está bien valorado, pero ¿existe empleo más demandante y a su vez gratificante?

En su libro Lo que hacen las madres: sobre todo cuando parece que no hacen nada (Urano, 2010) –considerada una de las mejores obras sobre crianza infantil–, la psicoterapeuta inglesa Naomi Stadlen revaloriza ese trabajo materno de ser cuerpo y permanecer, acompañar, estar…, frecuentemente tan infravalorado pero imprescindible para el crecimiento sano de los niños:

“Imagina a una madre que está enjuagando la ropa de su bebé. Sabe que su hijo está dormido, pero que puede despertarse en cualquier momento. Efectivamente, unos minutos después el niño empieza a llorar, así que la madre se seca las manos y va rápidamente a cogerlo. Parece que está alterado, así que lo acuna un rato. Luego se pregunta si ha tenido un mal sueño y empieza a cantarle una cancioncilla que le gusta y suele animarlo. ¿Cuál de estas actividades es su trabajo? La mayoría de la gente diría que al enjuagar la ropa está trabajando, mientras que al coger a su bebé en brazos tiene que dejar de trabajar. Las madres suelen hablar de una dolorosa sensación de “fracaso” en esos momentos en los que, si prestásemos más atención, nos daríamos cuenta de que están cuidando a sus hijos”.

Cuando de niños no fueron abrazados, escuchados…, es comprensible que luego les cueste más vincularse con sus hijos. A algunos hombres les cuesta vincularse con sus hijos. Cuando vuelven del trabajo están cansados, aunque a menudo este cansancio es un síntoma de represión emocional. Se trata de un intento de anestesiar sufrimientos de los que prefieren no darse cuenta. Así lo relata la conocida psicóloga francesa Isabelle Filliozat en su libro Los padres perfectos no existen. Educar a nuestros hijos sin culpabilidad (Urano):

“En la consulta, Émilien tomó conciencia de las emociones que intentaba disimular con la excusa de su cansancio. Sabía más o menos que no tenía demasiadas ganas de prestarles más atención a sus hijos, sobre todo al pequeño, que solo tenía meses. Le costaba mucho jugar con él. Se aburría. “Es demasiado pequeño –decía–. Cuando hable será otra cosa.”

Junto a un bebé no hay más remedio que enfrentarse al desafío de la intimidad. Émilien creía verdaderamente que estaba cansado por culpa del trabajo, y no pensaba que lo que le pasaba es que tenía un gran problema con su hijo. Encontraba natural y normal no jugar con él, y que fuera su mujer la que se ocupara de él casi siempre. “Es un trabajo de mujeres, el bebé necesita sobre todo a su mamá”, se justificaba.

Le pedí que jugara una hora entera con su hijo, con una consigna: prohibido huir y prohibido aburrirse. Para conseguirlo, tenía que estar atento a todo lo que sentía el pequeño, es decir, a sus emociones, sentimientos y pensamientos. Émilien se quedó estupefacto ante la intensidad del dolor que comenzó a sentir: “Me veo a mí mismo siendo un bebé, y me parece que me da miedo descubrir que nadie me cuida”.

Así que los niños resultan ser nuestro espejo, resultan ser el reflejo de cómo crecimos nosotros, de cómo fuimos tratado, de cómo hemos o no sanado nuestras heridas emocionales derivadas de la paternidad en nuestra infancia. Nuestros miedos, nuestras carencias las ven y las replican nuestros hijos, ¿Qué queremos enseñarles?, ¿Qué les queremos compartir?, ¿Desde qué lugar genuinamente queremos y ofrecemos lo mejor a nuestros hijos? 

Para ser madre o padre no hay manual, no hay una sola manera de hacer las cosas, no hacer nada es un arte si entendemos que queremos hacerlo todo y hacerlo bien, no hacer nada consiste en observar desde el silencio, sin juicio, desde el corazón abierto en canal para dar…

Fuente de referencia y desarrollo: Mundotubebe / Ileana Medina

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